El cine de lo colosal, o cómo bailar el Tango de Satán. Por Alfonso Cañadas

 

Hablar de Béla Tarr en los círculos cinéfilos es casi como hablar de una figura religiosa en la iglesia. Respetado casi de manera unánime por los aficionados del “cine de arte” (etiqueta en realidad tan conflictiva como la obra del propio cineasta) y convertido en absoluta figura de culto, Tarr aglutina en su persona todos los ingredientes para ocupar el lugar que posee en el panorama cinematográfico: procedente de un país europeo, sus películas se distinguen por sus diálogos filosóficos, su delicada fotografía en blanco y negro y, por supuesto, por su tiempo pausado, lo que lleva a la mayoría de sus películas a durar más de lo que el espectador medio está acostumbrado. Dentro de su corta filmografía hay una obra que ocupa un lugar, aún si cabe, más destacado que el resto. Siete horas y media de paisajes oscuros y húmedos narran las desdichas sufridas por un grupo de aldeanos que pertenecen a una granja colectiva en la Hungría post-comunista. Su nombre: Sátántangó. Estrenada en 1994, se trata de un proyecto en el que el cineasta húngaro venía trabajando desde poco después del comienzo de su carrera. Este es, de hecho, uno de los datos que se ignoran cuando se habla sobre la colosal Sátántangó, y es que nos encontramos ante una película que es la consolidación de un estilo cinematográfico en el que Béla Tarr venía trabajando desde hace no tanto. Lejos de ser un cineasta primerizo, Tarr había estrenado su primer largometraje en 1979; sin embargo sus primeros trabajos están impregnados de un aire de socialismo-realista. Será sin embargo en 1988, con el rodaje de La condena, que el director húngaro empiece a colaborar con el novelista László Krasznahorkai y el estilo cinematográfico que vemos en Sátántangó comience a tomar forma.

No hace falta ser un gran analista cinematográfico para percibir que la obra de Béla Tarr tiene una enorme unión con la filosofía, que de hecho va in crescendo hasta culminar con su última obra: El caballo de Turín (2011). En todas las películas de Tarr encontramos a personajes que recitan reflexiones en tono filosófico y que plantean a viva voz dilemas morales o existenciales. Así, resultan inolvidables los discursos de János Valuska en Armonías de Werckmeister (2000) o los del misterioso Irimiás en la propia Sátántangó. Ello, unido a unas larguísimas tomas que recorren calles desoladas de ciudades y pueblos en un contundente gris, dan a las películas del director un enorme tono de solemnidad, de pureza y de elevación. Resulta curioso, sin embargo, cómo Béla Tarr se acerca a esta espiritualidad si lo comparamos con otros directores que trabajan sobre objetivos similares. El director se aleja de la austeridad reinante en la obra de cineastas como Robert Bresson, donde temas como el vacío existencial, la soledad y la angustia se trabajan a través del desnudo de la imagen, alejándola de todo decoro innecesario, como si pudiéramos, así, alcanzar el alma de los personajes. Béla Tarr tampoco se acerca a grandes temas a través de la cotidianidad como lo hace el japonés Yasujiro Ozu a lo largo de toda su carrera. No, él se encuentra mucho más cerca de cineastas como Andrei Tarkovsky, Theo Angelopoulos e incluso Terrence Malick, y Sátántangó es el mejor ejemplo de ello. Claro heredero, además, del legendario director húngaro Miklós Jancsó, Tarr utiliza tomas largas donde la cámara se encuentra en continuo movimiento. Se trata de que la imagen muestre una grandeza (técnica en este caso) similar a la de los temas planteados en el argumento de la obra. Cuando vemos Sátántángo tenemos una continua sensación de magnificencia, de estar ante algo tan inabarcable que no nos cabe en las pupilas, forzado todo ello por planos eternos, oscuridad contrastada y una música de acordeón que haría bailar de tristeza al propio Satán.

Sin duda una de las cuestiones que más me molesta del sector más santificador de la cinefília es su capacidad para aglutinar a todas las películas y cineastas que cumplen ciertos cánones en el mismo cajón. Ya hemos nombrado a varios directores con los que Béla Tarr y Sátántangó tienen relación por su intento de rozar la grandeza de lo inalcanzable a través de una puesta en escena basada en tomas largas y complejas. Sin embargo, se pasa por alto un hecho que convierte a Sátántangó en una obra única incluso dentro de la filmografía del propio director húngaro: su irónico sentido del humor. Y es que Sátántangó es una película sobre la angustia de existir, pero todo buen pesimista oculta un retorcido sentido del humor. Tarr parece jugar con la idea de la miseria abordándola en ocasiones a través de complicadas tomas en las que la cámara se desplaza alrededor de los personajes, quienes sucios y maleducados dicen palabras y hacen acciones realmente obscenas. Imposible encontrar solemnidad en ese largo plano secuencia que termina con un personaje orinando en una esquina mientras la música suena. De igual forma, ese momento en el que la misteriosa Estike observa durante varios minutos bajo la lluvia a sus vecinos borrachos bailando en la taberna, en un plano que parece que no va a acabar nunca, nos lleva a sospechar de las intenciones del director. Estructurada como un tango, dividida en doce partes que cronológicamente se ordenan como seis movimientos hacia adelante y luego seis hacia atrás, hay una extraña sensación de que la acumulación excesiva de pompa y magnificencia en muchas de las escenas esconde algo, ¿nos está invitando momentáneamente Béla Tarr a mirar la parte divertida de la miseria, olvidarnos de todo, y simplemente bailar un tango con Satán?


©Alfonso Cañadas, mayo de 2023

Comentarios