Mienten las palabras, mienten las imágenes. Por Carlos Rivero

Viendo algunos hitos de la filmografía de José Antonio Nieves Conde, se vislumbran dos o tres cosas que podemos saber sobre lo que venimos a llamar neorrealismo falangista español, en el sentido político y godardiano de la expresión, esto es, imágenes y palabras que vienen a ser, y a decir, y que finalmente no son más que la sombra de una enorme duda. Siguiendo esta línea, fue Hitchcock quien nos avisaba, a raíz de ese principio mentiroso que causó tanto revuelo de Stage Fright, que las imágenes nunca mienten, son las palabras las que lo hacen. Mucho tiempo ha pasado. Todos somos ya viejos y cansados espectadores. Vivimos tiempos de difícil discernimiento de lo que una imagen es, su procedencia, su aparataje, su relación con eso que hemos decidido por consenso denominar "lo real". Hoy sabemos que una imagen puede mentir, es más, lo damos por hecho. Hoy nuestra duda es la contraria, ¿puede una imagen decir la verdad? ¿Puede una imagen ser síntoma de nuestro paso por el mundo y consecuencia de una inteligencia no-artificial?

En 1951, José Antonio Nieves Conde, reconocido cineasta falangista radical, entregaba dos películas que servían como inicio de una estrategia medida de blanqueamiento de las políticas franquistas y su posible inscripción en el panorama cinematográfico internacional, estableciendo, para ello, ecos y resonancias, por no decir intentos burdos de plagio, entre la anémica y raquítica producción española de la época con aquellos nuevos cines europeos que estaban naciendo en todos los países del continente. Surcos y Balarrasa, la primera, como la película fundacional del correlato neorrealista español, y que vendrá a instaurar una pequeña intentona ibérica de hablar aquellos lenguajes que sonaban bien en otros lugares con otras condiciones socio-políticas. La segunda, una fábula moralista de índole católica que venía a decirle a sus ciudadanos cómo ser mejores ante Dios y la patria. En Surcos, nos encontramos a personajes que se pasean por las calles de un inmediato Madrid de posguerra. Un escenario que poco tenía que ver con aquella Berlín destruida de Germania, Anno Zero. Nada queda de Rossellini. Aquí, el nuevo realismo es el de la falange española, se pasea por un entorno de cuya pobreza es directamente responsable. Las ruinas se parecen, pero nos dejan diferente amargura en la lengua. No pasarán, decíamos, pero finalmente pasaron y al pasar, filmaron dichos pasos.


Germania, anno zero (Roberto Rossellini, 1948)


Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951)

Tanto en Balarrasa como en Surcos, España queda reducida a un entramado de corrupción moral al que solo la iglesia católica, y su terrible predicación, puede poner solución. El ciudadano medio únicamente tiene dos opciones: o Dios o el capital. Habrá una tercera, el exilio ( o la cárcel ), pero nunca veremos ni esbozada esta invisible pata de la mesa española en este llamado cine-social. Como dijo Zavattini, había en Italia un intento político de destronar el gran relato hollywoodiense, y metafísico, ante un mundo moderno que, tras dos guerras mundiales, había perdido por completo sus referentes. Pero España, de nuevo, arrastrando una deriva que lleva consigo desde tiempos del cine primitivo, iba tarde, y nuestro individuo moderno, salvo contadas y honrosas excepciones, solo tendría el gran relato de Dios para explicarse a sí mismo. Ya lo decía Román Gubern, las películas pueden ser estudiadas desde ángulos muy diversos, y el cine español ha sido buen síntoma, aun sin pretenderlo, del trabajo de la imagen como historiadora y testigo del devenir profundo de los cambios de un país. De hecho, el de ser documento, puede haber sido el principal hallazgo de toda la historia del cine español.

"Ahora lo que se llevan son los neorrealistas, problemas sociales, gente de barrio...", dice uno de los burgueses capitalistas y corruptos que podemos ver en Surcos, dejando patente el entramado autoconsciente e ideológico que se esconde tras una operación de limpieza y reestructuración de la herida. Aquí nunca se trató de ser neorrealistas, sino de parecerlo. No estamos ante un cine social, sino ante su reverso siniestro. El final de la película se antoja un reflejo voluntario del final de El limpiabotas de Vittorio de Sica. Ambos protagonistas son empujados y caen puente abajo encontrando la muerte. La narrativa se parece, la imagen incluso, pero algo duele en la mirada de forma diferente. En Surcos, el pobre ha venido a sufrir, no a tener voz, sino a ser un símbolo, materia curricular en el espectáculo cinematográfico que ha sido desplegado como interés nacional. Estamos ante cierto movimiento precursor del quizás mal llamado cine de la crueldad contemporáneo, siempre de índole reaccionara y no precisamente por la mostración exacerbada de la violencia, (una violencia que en Surcos, sin embargo, se antoja soterrada y cuasi escondida, véase esa pelea a garrotazos silenciada por el ruido del camión y el embrujo de la noche), sino por el cinismo y el ensañamiento con los que sus personajes son mirados y tratados. Por la ausencia, en definitiva, de la humanidad y empatía que late tras el gesto cinematográfico. Una humanidad que abre en canal la historia del cine y conduce ambas películas hacia diferentes sendas irreconciliables hasta el día de hoy. Donde en una, hay asesinato, en otra, hay accidente. Donde en una, hay arrepentimiento, en otra, hay saña y obcecación. Surcos se cierra con los padres del muerto hablando entre ellos durante el funeral de su hijo. "Hay que volver al pueblo, abandonar la ciudad. Con vergüenza, pero hay que volver". Pues ya lo decía Kakfa, es como si la vergüenza tuviese que sobrevivirles, (sic).

Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951)

Luego vinieron Peces Rojos, Todos Somos Necesarios y Cotolay. En la primera, tenemos a un Nieves Conde que sigue los pasos del Antonioni de La Aventura, dejando ya al margen la deriva neorrealista, en un extraño y estimulante eco del vacío al que ahora se sometían todas las cinematografías europeas. Eso sí, aquí, el vacío, era pretendido y buscado. No un misterio irresoluble y al margen de la ficción, sino una herida profunda construida por los personajes. En el rostro de Emma Penella, no encontramos ningún rastro de las consecuencias de lo inexplicable que transportaba el rostro de Monica Vitti. Lo insoportable no es tanto cómo seguir adelante sin respuestas, sino, sencillamente, intentar encontrarlas, pues, la mentira, y por tanto la ficción, puede ser igual de verdadera como arma para enfrentarse a las derivas pantanosas que conforman lo real. Algo parecido ocurre en Cotolay, respuesta española de Nieves Conde a Francisco, Juglar de Dios. Pero, allá donde Rossellini muestra, en una de sus máximas más insobornables como cineasta, Nieves Conde (de)muestra. Aquí, el milagro nunca es la imagen, sino su manipulación, su falsedad. Como en Todos Somos Necesarios, donde el parias asume su condición de culpable (aun sin creer en su culpabilidad) para entrar en una conducta moralizante que le permita expiar sus pecados y así poder ser reinsertado en sociedad. De especial interés, es el plano de la operación, en el que un doctor que ha sido encarcelado por ejercer su profesión, entendemos que de manera ilícita (¿tal vez intentando ayudar a esos republicanos que en la propia película son tildados de salvajes?), tiene que enfrentarse de nuevo a operar sin licencia pero esta vez por causas mucho más "nobles". La escena ocurre en un plano subjetivo del paciente, vemos como la propia imagen sangra, el hilillo rojo, en blanco y negro, que se derrama por la pantalla "sanando" lo real y causando un escándalo ontológico. La ficción se aparta y el cine reclama su lugar como doctor y agente transformador de lo real. Pero aquí, la mirada no libera (ni es liberada), reprime. Aquí, la imagen no transforma, corrige. Aquí, el cine no es un lenguaje (lo sentimos por Bazin), sino que es el propio lenguaje el que le es dictado e impuesto al cine como norma y mandamiento.


Todos Somos Necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956)


Pasa el tiempo y casi al final de su carrera, Nieves Conde realiza La Revolución Matrimonial en 1974, encabezada por un siempre hipnótico José Luis López Vázquez. La película intenta ser una comedia pero casi nunca lo consigue. El desaliento de este matrimonio que intenta superar su incomunicación a través de la ficción (ay, de creerse capaces de vivir otras vidas) es demasiado insoportable. Nieves Conde intenta ahora subirse al carro de la revolución moral del tardofranquismo, dejando muy claro que lo suyo siempre fue hacer de la ideología un género cinematográfico, hablando no tanto desde una convicción profunda sino desde el más absoluto oportunismo intelectual. Esta película, que funciona como el reverso tenebroso de cierto cine del destape, como por ejemplo, Alcalde por Elección de Mariano Ozores, (película que se estrenará dos años después replicando las partes más importantes de la trama), nos sirve como campo de batalla en el que la verdad y la mentira de la imagen entran en pugna de manera irresoluble. ¿Y si al final Hitchcock tenía razón? ¿No la tuvo siempre? ¿Puede la imagen ser mentira? ¿Hay que desconfiar siempre de las imágenes? Ya lo decía Didi-Huberman en el prólogo de uno de los libros más famosos del cineasta alemán Harun Farocki:

"Todas las imágenes del mundo son el resultado de una manipulación, de un esfuerzo voluntario en el que interviene la mano del hombre,(incluso cuando esta sea un artefacto mecánico). Solo los teólogos sueñan con imágenes que no hayan sido producidas por la mano del hombre".

Dejando a un lado la más que interesante relación entre religión e inteligencia artificial (y sus devotos), resulta incuestionable que si bien buena parte de la historia del cine español es la historia de una mentira, no es menos verdad que a través del estudio y la atención podemos desarticular sus procesos. Tal vez, las imágenes nunca mientan, solo intentan hacerlo. Frente a cada imagen, pues, pensamiento. Al final, la ficción siempre destapa su velo, como en la última secuencia de La Revolución Matrimonalantojándose la mentira imposible. ¡Y qué ruido insoportable hace el mundo de la ficción cuando se hace añicos!. En su abrupto final, la película intenta de nuevo virar y escudarse en la comedia, pero ay, ya no es posible. Nos quedamos solos frente a un poso insoportable de incuestionable amargura. La inteligencia artificial siempre estuvo aquí, no nos asustemos en demasía. Las imágenes siempre fueron mentira, pero también fueron verdad. Solo nos queda seguir estudiándolas concienzudamente.

La Revolución Matrimonial (José Antonio Nieves Conde, 1974)

©Carlos Rivero, mayo de 2023


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