Visitor Q: ¡Qué extraño es vivir!, por Alfonso Cañadas

 

Como si se tratara de un videojuego, cuando uno se adentra en la cinefília va encontrando diferentes niveles de “películas prohibidas”. Me refiero con tal término a películas que han sido históricamente censuradas por tratar temas social y culturalmente mal vistos, y cuyo eco llega hasta el presente. Cuando uno es joven y busca una película que le apoye en su espíritu rupturista respecto a las normas sociales acaba cayendo en primer término en manos de Stanley Kubrick y su obra de culto de 1971, La naranja mecánica. Sin embargo, todo aquel que haya superado dicha etapa vital y cinéfila ve hoy La naranja mecánica como un inocente intento por parte de los estudios de apostar por un cine “anti-sistema” en comparación con los temas y las estéticas tratadas en películas underground de la época. Aunque con un aura de misterio menor, películas como Trainspotting (1996, Danny Boyle) o El club de la lucha (1999, David Fincher) encuentran un público similar a la película de Kubrick en la contemporaneidad: post-adolescentes en busca de una mezcla explosiva de mensajes anarquistas y estéticas desafiantes.

Aquellos que deciden seguir sumergiéndose en este infinito océano que es el cine, acaban en muchas ocasiones mirando con condescendencia a su yo anterior, creyendo imposible que tales mensajes de anarquía y rebelión sean legítimos al encontrarse representados en películas de gran presupuesto protagonizadas por estrellas de Hollywood. Otra idea equivocada que también acaba superándose. En cualquier caso el siguiente nivel es sin duda encontrar tales mensajes anarquistas en el cine independiente “de arte” o el underground, que a priori se muestran como escenarios más propicios para renegar de los constructos cristianos que estructuran nuestra sociedad occidental. En esta etapa seguro que oímos hablar de obras como Saló, o los 120 días de Sodoma (1975, Pier Paolo Pasolini) o de la especialmente conocida en España, en parte debido a figuras paradójicamente tan comerciales como la artista Alaska, Pink Flamingos (1972, John Waters). Sin embargo cabe destacar que, aunque estas películas se han convertido gracias al boca-boca en verdaderos mitos contra la moral cinematográfica imperante, se ha metido en el mismo cajón a obras cuyo valor estético-narrativo resulta relevante, junto con obras simplemente cachondas, infantiles y deseosas de llamar la atención como la propia Pink Flamingos (que resulta la más floja de las obras primerizas de Waters), The Human Centipede (2009) o A Serbian Film (2010). A todas, de hecho, se les asigna una especie de valoración cinematográfica positiva dada por hecho debido a la valentía de los temas que tratan o en los que inciden con insistencia.

En ese cajón desastre tenía guardada yo mismo Visitor Q (2001), la más polémica película del ya de por sí polémico cineasta japonés Takashi Miike. Con mas de ciento veintitrés películas en su haber, realizando hasta cinco producciones en un mismo año, la filmografía de Miike resulta difícilmente abarcable. Nunca estuve especialmente interesado en el citado director, le dí una oportunidad durante mi etapa universitaria visionando Audition (1999) y me resultó francamente decepcionante. Todo ello no hizo más que aumentar la sorpresa producida al acabar el visionado de Visitor Q. Por otra parte, cuando uno se dedica a escribir para revistas de cine “de arte” acaba visionando de manera sistemática películas planas, insustanciales, huecas, que cumplen con nota los requisitos para ser seleccionadas en festivales de cine de primer nivel, y que no ofrecen nada más allá de ello. Esto es muestra de la enorme crisis de creatividad cinematográfica en la que nos encontramos cuando más posibilidades tenemos gracias especialmente al formato digital. Me encontraba realmente abrumado por estas formas fílmicas cuando decidí quitarme (paradójicamente) el mal sabor de boca visionando algo que creía no necesariamente sustancial a nivel estético-narrativo, pero atrevido, que rompería la pantalla y por ende la retina del espectador. Así llegué al visionado de Visitor Q, una película que seguía en la más negra de mis listas.

Cuán equivocado estaba. Visitor Q es ya desde su planteamiento una obra peculiar. Rodada recién empezado el Siglo XXI en formato de video dv, se caracteriza por una estética sucia, gris, que recuerda a los videos familiares. Pero no a ese romantizado cine casero que puede venirnos a la mente cuando pensamos en los formatos de 8 y 16mm; se trata de una imagen plana, donde la luz se esparce de manera nada poética. Durante toda la película, además, suena una especie de viento que recuerda al formato del reportaje televisivo. En la primera escena ya nos percatamos del juego subjetivo que plantea Miike; un padre está rodando un reportaje sobre las conductas adolescentes registrando cómo mantiene relaciones sexuales con su hija prostituta. Esto solo es la introducción a la familia más desestructurada de la historia del cine: el hijo menor maltrata físicamente a su madre, mientras esta consume heroína para soportar el dolor. El padre, además, fue humillado por unos adolescentes cuando realizaba su trabajo como reportero televisivo, siendo violado analmente con un micrófono, y ahora piensa en reconducir su carrera registrando en video el bullying real sufrido por su hijo de manera diaria. A todo ello se une, de manera random e irrazonable, el personaje de Q, quién tras estrellar una piedra en la cabeza del padre se hace pasar por amigo del mismo para vivir una temporada con la familia. Pero Q no ha llegado a la familia para dar lecciones morales como el ángel de Qué bello es vivir (1946), ni para solucionar problemas como hacía el Señor Lobo en Pulp Fiction (1994). Tampoco llega con una intención perturbadora como ocurría con el personaje interpretado por Terence Stamp en Teorema (1968). Nos sorprende especialmente una escena, cuando el hijo está golpeando a la madre y se percata por primera vez de la presencia de Q; al mirarle, esperando que el repentino invitado juzgue su comportamiento, este le contesta: “sigue, sigue”.


Quizás esta sea la actitud que estructura la película al completo: el alejamiento de cualquier tipo de posicionamiento o juicio moral respecto a los actos de los protagonistas. Sin embargo el misterioso visitante tiene una misión en mente planeada para su estancia: que la familia encuentre la armonía y llene el vacío que protagoniza sus vidas y que les lleva a realizar actos extremos. Y es que en Visitor Q todos esos llamativos comportamientos que citábamos anteriormente están perfectamente engranados construyendo una estructura de sentido: un padre frustrado con su trabajo tiene un matrimonio insatisfactorio con una mujer oprimida, ello da como resultado una hija que decide huir de casa y ganarse la vida prostituyéndose, y un hijo con problemas para relacionarse que sufre acoso por parte de sus compañeros, algo que desemboca en maltrato hacia su madre (quizás como castigo por haberle traído al mundo), y por último que esta consuma sustancias ilegales para calmar su angustia. Es posible que el juicio del espectador que llegue a esta reflexión pase a ser que, en cualquier caso, la realidad está morbosamente distorsionada en la película de Miike. Cabe recordar que, por difícil que resulte de asumir, Visitor Q es una comedia. Muchas comedias parten de situaciones perfectamente reales y las distorsionan para que, de hecho, estas se analicen con mayor claridad. Miike, como ocurre también con el cineasta norteamericano Todd Solondz, hace humor con aquellas cuestiones sociales de las que se evita hablar. Y es que, si hacemos un ejercicio de sinceridad y analizamos de manera esquemática una por una las conductas de los personajes de Visitor Q, podemos llegar a la conclusión de que no quedan tan lejos de nuestra triste realidad: un padre que siente deseos sexuales hacia su hija, un hijo que maltrata a su madre debido a la violencia que vive en su día a día, una joven que se prostituye para poder independizarse de sus padres, y una madre que calma sus penas a través de algún tipo de sustancia. Estamos, por desgracia, hartos de encontrar este tipo de conductas en noticias sensacionalistas que nos sirven para sentirnos mejor con nuestra situación vital, y luego las volvemos a guardar en el cajón de los temas prohibidos. Miike, en lugar de juzgar y condenar estas conductas a través de la moral, envía a esta familia un ser que no juzga, y que les permite reconocer sus deseos más oscuros para apaciguar sus dolorosas conductas. Así el nuevo inquilino hace descubrir a la madre la fascinación por su capacidad lactante, enseña al padre a compartir sus deseos sexuales más oscuros con su mujer, y a ambos a defender a su hijo del bullying. Por último enseña a la hija a reclamar de manera peculiar el afecto infantil que quizás nunca tuvo.

Recuerdo que en una entrevista Luis Buñuel afirmaba algo así como: “la imaginación es maravillosa, yo puedo estar aquí hablando con usted e imaginarme que asesino a mi mujer, pero no pasa nada, porque no es real, me lo estoy imaginando”. Quizás la respuesta para todos aquellos que se oponen a un cine que presenta de manera explícita y directa temas moralmente muy discutibles sea esa: solo es cine, solo es ficción. La distorsión exagerada de la realidad que nos plantea Visitor Q no es real, pero sí las ideas que la construyen. El cine puede servir de esta forma como una vía de escape para todos aquellos pensamientos e ideas que reprimimos conscientemente en nuestro día a día, que al ser representados de forma ficticia en pantalla nos permite analizarlos desde otra perspectiva, sin miedo y angustia, para reestructurarlos y encontrar una mayor armonía. Visitor Q funciona así como el personaje de Q para nuestra moral interna.


©Alfonso Cañadas, junio de 2023

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