Reflexiones sobre la carrera de Bergman en base a la opinión de Jonathan Rosenbaum, por Alfonso Cañadas


A los pocos días del fallecimiento de Ingmar Bergman en el año 2007, el reconocido crítico y teórico cinematográfico norteamericano Jonathan Rosenbaum publicó un duro texto en
The New York Times titulado “Escenas de una carrera sobrevalorada”.1 Al comienzo del mismo, Rosenbaum habla de su primer encuentro con una película del director sueco, cuando tenía 17 años y visionó El rostro (1958), para más tarde apuntar algunas de las supuestas razones de la repercusión mediática de la muerte del cineasta:

Casi todos los obituarios que he leído dan por sentado el estatus de Bergman como una de las figuras más importantes e incontestables del cine: por sus temas serios (la pérdida de la fe religiosa y el deterioro de las relaciones), por su experta dirección de actores (muchos de los cuales, como Max von Sydow y Liv Ullmann, presentó e hizo famosos) y por la dura severidad de sus imágenes. Si buscas en Google “Ingmar Bergman” y “genial”, obtendrás casi seis millones de visitas.


Posteriormente a dicha argumentación Rosenbaum compara la carrera a Bergman con otros cineastas que él mismo considera muy superiores: el danés Carl Theodor Dreyer y el francés Robert Bresson. Así, afirma: “Lo que Bergman tenía y de lo que carecían esos dos maestros era el poder de entretener, lo que a menudo significaba una reticencia a desafiar los hábitos cinematográficos convencionales”. Esta comparación, obviamente, no es baladí. Dreyer y Bresson son cineastas muy apegados a temáticas existencialistas y religiosas como Bergman, lo cual permite confrontar las formas cinematográficas de estos directores de manera más directa. Rosenbaum no duda en afirmar en su texto que la relevancia y fama de la figura de Bergman dentro del cine moderno europeo se basa mucho más en la atracción que producen las mujeres de sus películas y a la libertad sexual de sus tramas que a su capacidad de innovación cinematográfica: “Si la Nueva Ola francesa se dirigió a un nuevo mundo contemporáneo, el talento de Bergman se dedicó principalmente a preservar y perpetuar uno antiguo”. El crítico norteamericano considera que Ingmar Bergman fue mucho mejor dramaturgo que cineasta, aunque se le reconozca internacionalmente por su papel dentro de la industria del cine.

Quizás la sentencia clave del texto de Rosenbaum sea algo difícil de traducir al castellano: “Above all, his movies aren’t so much filmic expressions as expressions on film.”. Rosenbaum acusa así al director sueco de utilizar el cine como un mero medio para transmitir sus angustias, pero no variando esencialmente la forma cinematográfica. Rosenbaum no percibe que Bergman cambie el cine y lo adapte a sus propios fines y necesidades de expresión, sino que más bien adapta técnicas clásicas para transmitir sus angustiosos pensamientos de la manera más comprensible posible.

Descubrí este texto de Rosenbaum hace poco y me sentí realmente confuso. Siempre di por sentado que Rosenbaum guardaba un enorme respeto por Bergman como lo proyecta sobre otras figuras clásicas del cine de arte europeo como Federico Fellini, Andrei Tarkovsky, Robert Bresson u otros tantos. Bergman se encuentra dentro de mi imaginario cinéfilo como una figura incontestable e intocable en los altares de la dirección cinematográfica. Por ello, tras leer este inesperado texto, decidí ponerme manos a la obra, repasar gran parte de la obra de Bergman, y de paso descubrir algunas de sus obras que hasta ese momento no había visto.

Yo también, como Rosenbaum, recuerdo la primera vez que vi una película de Bergman, debía tener unos 19 años. Bergman había llegado a mi de la boca de los más grandes cinéfilos que tenía por referentes, y así fue como un día me senté a ver atentamente Fresas salvajes (1957). Ese primer visionado me abrumó, mi experiencia con el cine moderno europeo de arte y ensayo era en esos momentos muy limitada, y mis conocimientos histórico-cinematográficos se limitaban principalmente a clásicos de Hollywood. La famosa escena inicial del sueño me impactó y desorientó, sentí que estaba ante algo inabarcable para mí en esos momentos, algo que se escapaba de todas las estructuras audiovisuales conformadas en mi mente. Más tarde, sin embargo, sentí que Fresas Salvajes se volvía algo más “convencional”. Su historia no era difícil de seguir, más allá de por algunos términos utilizados por los personajes que en esos momentos estaban más alejados de mi conocimiento. La predisposición con la que me acerqué a Fresas salvajes y mi inexperiencia cinéfila me llevó a concluir que ese día había tenido contacto con una de las cumbres de la historia de la cinematografía. Once años después he vuelto a ver Fresas salvajes, y creo con sinceridad que representa de manera fiel las carencias a las que Rosenbaum hace referencia. Lo cierto es que es una película que aprecio y me gusta, pero personalmente me transmite la sensación de que el director no sabe conectar de manera muy creativa forma y contenido. Soy consciente de que leer esto para muchos cinéfilos será una blasfemia, pero como escritor independiente no puedo más que transmitir mi experiencia sincera. Si bien el momento del sueño me sigue impactando igual que el primer día, en especial por ese uso de efectos visuales que generan una sensación onírica muy extraña para la época, no puedo dejar de ver el resto del metraje de Fresas salvajes como un tanto “clasicón”, donde no se juega de manera muy creativa ni con el uso del tiempo ni del espacio. Muchos podrían argumentar que “el cine de Bergman es así”, basado principalmente en los diálogos, sin intención de experimentar de manera notable con la imagen y su tiempo. No es una respuesta que me convenza, ya que a lo largo de todo el metraje de Fresas salvajes hay un intento continuo por generar efectos visuales llamativos y de tendencias vanguardistas (pienso, por ejemplo, en el reflejo del profesor Borg en el espejo que le ofrece su prima), que sin embargo resultan simplemente anecdóticos, ya que no afectan de manera directa a la construcción de la historia.

Esta sensación de toparme con una narrativa rutinaria a nivel estético-formal me ha surgido habitualmente en este reencuentro con la obra de Bergman: En la famosa y tardía Sonata de Otoño (1978) unos fundidos a través de un primer plano del rostro de las protagonistas nos transportan a tiempos pasados, quedando sin embargo este efecto como una excepción dentro de una película visualmente no demasiado imaginativa. Algo similar me ocurre, en esta última etapa de Bergman, con Secretos de un matrimonio (1974), una película que funciona únicamente gracias a un buen guion, ya que sus recursos visuales-narrativos resultan muy planos. Yendo más atrás quizás encuentro una estética más detallada, pero no más original. Son ejemplo de ello películas como La vergüenza (1968), Los comulgantes (1963) o El séptimo sello (1957). Esta última me parece, sin embargo, una de las mejores obras del director, pero especialmente por la originalidad y valentía de su planteamiento argumental.

En otras ocasiones, Bergman trata de jugar con la estructura narrativa y formal habitual de sus obras, y es tristemente donde encontramos sus peores películas, como son Pasión (1969) o su trabajo para televisión De la vida de las marionetas (1980). No obstante, encuentro dos excepciones dentro de su carrera que me parecen muy superiores al resto: En primer lugar El silencio (1963), cuyo título ya nos da una pista de la diferenciación con el resto de su obra. Apenas existen diálogos en una película donde Bergman vuelca toda la fuerza narrativa sobre el apartado visual, consiguiendo en este caso un sobresaliente resultado que transmite muchas de sus obsesiones (la represión sexual y la somatización física de los problemas mentales, por ejemplo) únicamente a través del rostro compungido de sus protagonistas. En segundo lugar quiero destacar la que me parece la gran obra maestra del director, su película semi-autobiográfica Fanny y Alexander (1982), donde creo que alcanza una comunión perfecta entre sus habituales diálogos complejos y una realidad visual alterada por su protagonista, el joven e imaginativo Alexander.

No voy a discutir que la figura de Bergman es esencial para entender la historia del cine europeo, pero considero que la apreciación de Rosenbaum es acertada si se le compara con otros directores, como el propio Dreyer o Bresson que él pone como ejemplos, que dedicaron un mayor esfuerzo a reconstruir las formas cinematográficas clásicas, encontrando nuevos caminos por los que transmitir sensaciones complejas a través de la imagen en movimiento.


1El texto completo puede consultarse en este enlace: https://www.nytimes.com/2007/08/04/opinion/04jrosenbaum.html


©Alfonso Cañadas, noviembre de 2023

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