El gran desfile del cine silente, por Alfonso Cañadas

 

En este año 2023 he dedicado gran parte de mi tiempo cinéfilo a abordar ciertos clásicos del cine mudo que se habían quedado varados en los bordes de mi recorrido histórico personal. Así, me he sumergido en títulos fundamentales que me han impresionado de manera incluso más inesperada de lo que cabría suponer teniendo en cuenta su aura de clásicos intachables, tales como: La muerte cansada (1921, Fritz Lang), Avaricia (1924, Erich von Stroheim) o El séptimo cielo (1927, Frank Borzage). Se tratan, como digo, de títulos ciertamente populares dirigidos por grandes figuras cinematográficas que, sin embargo, se habían resistido a mi visionado por el simple hecho de ser cine silente. El cine de los años 20 tiene, debido a sus cualidades técnicas y formales, la capacidad de generar el mismo nivel de pereza (a la hora de plantearnos su visionado) que de asombro y adicción una vez que el espectador se deja atrapar por sus sofisticadas garras.

Resulta a partes iguales un cliché manido y una realidad invariable aquella expresión de que antes del sonoro “todo estaba inventado”. Ha resultado toda una experiencia visionar los saltos temporales y culturales planteados por Lang en La muerte cansada, posiblemente su mejor película muda de las que he visionado hasta el momento presente, así como la dinámica, caótica y espectacular capacidad narrativa que demuestra el director en Los Espías (1928). De la misma forma, uno se siente desbordado cuando observa el trabajo de representación del paso del tiempo en Avaricia, el gran proyecto destrozado de Stroheim, dedicado a su madre y que originalmente tenía una duración aún mayor. Avaricia es el ejemplo de cómo en la feliz década de los 20 muchos proyectos audiovisuales eran realmente proyectos pseudo-existenciales, donde todo recurso y trabajo era poco para alcanzar el culmen de un nuevo medio de expresión industrial que trataba de superarse día tras día. Por último destacar el humanismo sentimentalista de Borzage en El séptimo cielo o El ángel de la calle (1928), películas ambas que pertenecen al final de la década de los 20, antecedente de la llegada del sonoro, donde existe un dominio total del lenguaje cinematográfico silente. La capacidad de este último director para proyectar una sensación de esperanza trágica en sus obras nos llega a día de hoy como un documento histórico sobre las sensaciones de la sociedad norteamericana una vez terminada la primera gran guerra.

Sin embargo, quiero dedicar este texto a la película silente que más me ha impresionado durante este año, un título que quizás no cuenta con un cartel tan luminoso como los anteriormente citados, y ni siquiera se destaca especialmente dentro de la carrera de su maravilloso director. Me estoy refiriendo a El gran desfile (1925), dirigida por el legendario King Vidor. Es posible que si uno piensa en la carrera de Vidor le vengan a la mente títulos que refieren a su sobrecogedora versatilidad cinematográfica, como el western a color Duelo al sol (1946), la adaptación de la famosa novela de Ayn Rand El manantial (1949), u otro de sus títulos silentes, y una de las más famosas películas mudas de todos los tiempos, Y el mundo marcha (1928). No obstante, y aunque tenía conciencia de la existencia de El gran desfile, nunca había reparado especialmente en ella y es por ello que en este “año mudo” he tardado tanto en visionarla.

La película narra, principalmente, una etapa de la vida de Jim, un chico rico que vive rodeado de comodidades. Desde el principio Vidor muestra la variedad de personajes que componen la vida metropolitana estadounidense, introduciéndonos a otros dos hombres: Bull, un rudo barbero y Slim, un torpe obrero. La llegada de la Primera Guerra Mundial, y la intención de Jim de demostrar a su novia y a su familia que es algo más que un holgazán, le llevaran a alistarse en el ejército donde coincidirá precisamente con Bull y Slim. Vidor muestra en sus diferentes películas un interés, no solo por desmantelar el sueño americano, sino también por examinar los diferentes estratos que componen la sociedad americana, algo que vemos reflejado tanto en la citada Y el mundo marcha como en la infravalorada Un sueño americano (1944). Sin embargo, una cuestión que me sorprende gratamente de El gran desfile es su capacidad para abordar durante todo su metraje la evolución psicológica del personaje protagonista individualmente y por encima de cualquier núcleo social (ya sea una familia o una pareja, como ocurre en otras obras del director). La película está plenamente dedicada al personaje de Jim, interpretado de manera magistral por el portentoso galán John Gilbert, cuya mirada pasa de la inocencia acomodada al trauma subyacente a lo largo del metraje.

Una vez llegados a Europa las canciones del ejército dejarán paso al atronador sonido de los disparos, y a los tres desiguales personajes no les quedará más que unirse y apoyarse mutuamente. Es la guerra, la representación de los instintos más salvajes del ser humano, lo que elimina las barreras sociales para Vidor. Además, no solo la valentía de Jim se pone en juego en Europa, sino también sus sentimientos, viéndose atraído amorosamente por una granjera francesa, olvidando de nuevo las barreras sociales y culturales en tiempos de crisis. La empatía con el enemigo también tendrá cabida en una preciosa escena en las trincheras donde observamos a un acobardado rival alemán apuntado por el cuchillo de Jim.

Como en toda buena película bélica, en El gran desfile no hay vencedores y solo vencidos. Jim vuelve a casa malherido y descubre la infidelidad de su novia. Ya solo queda una esperanza: volver a Europa, el lugar donde se sacrificó para convertir el mundo en un sitio mejor. Así, la película se cierra con una onírica escena, propia de las imposiciones “happy end” de la época, en la que Jim se reencuentra con una felicidad que ya no será igual después del trauma vivido. Pero no solo en su maravillosa evolución psicológica del personaje principal y en su capacidad de tocar temas ciertamente conflictivos para la época al mismo nivel que realistas, residen las mayores virtudes de El gran desfile. Y es que el planteamiento formal y estético de la obra sorprenden por su capacidad de adaptación dependiendo de la finalidad de cada escena. Así, por ejemplo, pasamos de planos generales y fijos que transmiten la serenidad de un hogar de clase acomodada al comienzo de la película, al inquietante seguimiento de los soldados en el bosque a través de una cámara que se desplaza dando la espalda a la dirección de movimiento. En sus momentos de mayor tensión, la imagen se muestra inestable y nerviosa, transmitiendo una sensación de tensión e intranquilidad poco habituales en el cine de la época y que sentarán las bases formales de otros tantos clásicos bélicos posteriores que ha dado la historia.


©Alfonso Cañadas, noviembre de 2023


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