El romanticismo irracional del Napoleón de Abel Gance, por Alfonso Cañadas

 

Siempre me ha costado entender argumentos, tramas y sub-tramas; soy un cinéfilo plenamente enfocado en el apartado visual, al que los diálogos y la introducción continua de personajes marea y confunde. Muchas de las películas que más amo son para mi incomprensibles a nivel racional, pero muy potentes a nivel emocional o sensorial (me viene a la cabeza como ejemplo al azar L'Intrus de Claire Denis, de la cual me costaría esbozar un hilo argumental, aún sin tratarse de una película plenamente experimental). Sin embargo adoro los clásicos de género del Hollywood dorado, donde el seguimiento de la trama es un elemento esencial para su disfrute. Siempre pienso, cuando me debato sobre este tema, en el caso de El sueño eterno (1946), una película con un desarrollo argumental tan complejo que resulta casi imposible de descifrar plenamente mediante la razón (personalmente, cuando la veo ni siquiera lo intento). Además, en la película de Hawks la dirección es clásica, canónica e invisible, maravillosa a su manera pero escasamente sorpresiva. En estos casos, sin embargo, mi atención se desvía hacia otro factor: la evolución psicológica de los personajes y la relación desarrollada entre los mismos. Insistiendo en este último ejemplo, uno puede no entender para nada el desarrollo de la trama de El sueño eterno, pero sí sentirse identificado con las diferentes situaciones y momentos que atraviesa la relación establecida entre Humphrey Bogart y Lauren Bacall en la película. Es decir, para mi el potencial argumental de una obra no se sostiene tanto sobre la lógica de una estructura causa-efecto que componen todas las tramas (y sub-tramas) existentes, sino más bien en el desarrollo psicológico de sus personajes principales y en su toma de decisiones. Esta falta de empeño sobre la evolución psicológica de su potente protagonista es lo único que puedo achacar negativamente a la sublime, gigante y maravillosa obra maestra del cineasta francés Abel Gance, Napoleón (1927).

Y es que, si bien en su total Napoleón es una obra magna del cine silente de proporciones difícilmente alcanzables, en su comienzo Abel Gance parece rozar un culmen cinematográfico atemporal. La película arranca su largo metraje (cinco horas y media de duración abarca la restauración del BFI) narrando un capítulo de la infancia de Napoleón. El futuro líder galo se encuentra sumido en una batalla de bolas de nieve con sus compañeros de internado, y pronto sus dotes de futuro mandatario comenzarán a aflorar. La cámara se mueve de manera fabulosamente libre, de una forma inconcebible para la época, haciendo uso del método “cámara al hombro” para recoger imágenes inestables y enérgicas de niños batallando en la nieve. Maravillosas superposiciones del rostro del niño nos transmiten la sensación de auto-consciencia como líder infantil de Napoleón. Pronto, ya dentro del internado, observamos una versión mucho más triste de la infancia del protagonista, incomprendido por sus compañeros y que únicamente se siente escoltado por su fabulosa águila, regalo familiar y símbolo de su tierra natal: Ajaccio (Córcega). Sin embargo, sus compañeros no dudaran en arrebatar también este elemento de poder y reafirmación moral al pequeño, dejando escapar al ave en un descuido de Napoleón. Así, a través de nuevo de un juego de planos y superposiciones visuales, vemos al niño observar su águila desde la ventana, sintiéndose fuerte y libre como ella, y ratificando su naturaleza de líder revolucionario.

Me encuentro así ante uno de los comienzos más potentes de la historia del cine que recuerdo. No solo me asombra el apabullante trabajo formal, totalmente experimental en esa y en cualquier otra época, sino también el maravilloso análisis psicológico de la figura infantil del legendario y complejo personaje de Napoleón. Pocas películas mudas se aventuran, posiblemente por la complejidad de su desarrollo, a retratar el mundo psicológico infantil. Viene únicamente a mi mente otra sobresaliente obra, La otra madre (1925), de Jacques Feyder. En cualquier caso, este comienzo parece prometer que veremos una película plenamente dedicada a la biografía del líder galo, sensación que tristemente se va desvaneciendo con el paso de los minutos. Siendo consciente de que se trata de un proyecto inacabado de varias obras y de una restauración lo más fiel posible a la original, cabe reconocer que a partir de su segunda hora la complejidad de los eventos que rodean a la Revolución Francesa empaña el desarrollo psicológico del personaje principal, que queda a veces sumido en una maraña de tramas, personajes y planos generales que apenas permiten distinguirle. Por otra parte, el apartado de experimentación visual sigue presente con fuerza, más o menos, hasta la tercera hora de metraje; comenzando a partir de ese momento a decaer sutilmente sobre planos abiertos y diálogos ciertamente específicos y cargantes. La película recupera, sin embargo, su fuerte pulso visual en una secuencia final que queda para la historia: tres pantallas se presentan a la vez, generando una imagen panorámica inabarcable técnicamente para su época. El hambre de creatividad y experimentación que caracteriza históricamente al cine francés hace acto de presencia desde estos orígenes y alcanza uno de sus cúlmenes en este exacto momento. La parte final de dicha secuencia, coloreada a modo de la bandera nacional, superpone de manera rápida imágenes sobre el rostro de Napoleón, generando un éxtasis cinematográfico plenamente irracional, donde la sensación de grandeza nos invade por completo.



Cabe destacar, además, las referencias estéticas que Gance hace al romanticismo, movimiento artístico predominante durante la etapa napoleónica. A lo largo de su metraje observamos no solo una fuerte fusión del personaje principal con la naturaleza a través del citado recurso de la superposición, sino también que la pantalla triplicada hace parecer al ser humano aún más empequeñecido ante la fuerza de la naturaleza, pero siempre dispuesto a ser partícipe activo en este gigantesco mundo, recordando en ocasiones a las famosas obras del pintor alemán Caspar David Friedrich. Napoleón queda así como una obra inabarcable, posiblemente bastante incompleta respecto a la idea inicial de su director, y que aún así nos transmite en esta nueva restauración toda la grandeza, creatividad y fuerza que el cine pudo alcanzar en estos últimos años de la década de los 20. Un monumento (otro más) para el museo de la cultura cinematográfica gala que se refuerza, más aún si cabe, en los momentos en que la racionalidad argumental deja paso al puro gozo visual.


Hombre y Mujer Contemplando La Luna (Caspar David Friedrich)


©Alfonso Cañadas, noviembre de 2023

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