Lo viejo y lo nuevo: La hija de Ryan (1970, David Lean), por Alfonso Cañadas

Al igual que ocurre con otros como Stanley Kubrick, David Lean es un director especialmente difícil de categorizar debido a la magnitud colosal y la ambición de sus producciones desde finales de la década de los 50. El cinéfilo medio asocia automáticamente a Lean con producciones gigantes, con un reparto infinito, escenarios exóticos y una duración que rara vez queda por debajo de las tres horas. Nos referimos así a películas universalmente conocidas como El puente sobre el río Kwai (1957), Lawrence de Arabia (1962) o Doctor Zhivago (1965). Ocurre también con este perfil de director, ambiciosos artística y técnicamente a partes iguales, y con carreras lo suficientemente dilatadas (Lean comenzó dirigiendo dentro de la industria cinematográfica clásica británica a principios de los años 40), que sus producciones tardías desprenden un aroma a obsolescencia reinventada. Volviendo al ejemplo de Kubrick, podríamos decir algo parecido de su Eyes Wide Shut (1999), e incluso, por poner otro ejemplo, de la reciente Cerrar los ojos (2023) del cineasta español Víctor Erice. Se tratan así de obras tardías que surgen en un contexto cinematográfico que ya queda muy lejano a los orígenes del director. De esta manera, aunque a nivel formal estas películas se arropen sobre formas fílmicas pasadas de moda, o que no responden al perfil estético de aquello que se entiende por “realista” en ese momento, temáticamente pueden resultar tan innovadoras y rupturistas como las realizadas por nuevos directores. Dentro de esta categoría es donde creo que encaja La hija de Ryan (1970).

No resulta sencillo entrar en la penúltima película de David Lean. La hija de Ryan tiene en su comienzo todo lo peor de las formas rancias melodramáticas británicas: unos personajes que resultan manidos clichés (el bruto cura irlandés, el chico con retraso mental de aspecto desagradable, la señorita escandalizada…), y una música que trata de forzarnos de manera incisiva a encontrar la poética visual de sus potentes imágenes. Recuerdo al crítico español Miguel Marías citar en una entrevista la importancia de la paciencia para el cinéfilo, poniendo como ejemplo la ocasión en que casi abandona la sala de cine dos veces durante el visionado de El árbol de los zuecos (1978) debido a un aburrimiento que finalmente se convirtió en fascinación por las imágenes de la segunda mitad de la obra de Ermanno Olmi. Recordé las palabras de Marías, apreté mis dientes, y seguí visionando la película más allá de lo que me parecía una horrorosa primera media hora. Creo que hay una escena que cambia todo en La hija de Ryan, un beso torpe entre los personajes de Sarah Miles y Robert Mitchum en una escena desacompasada me generó la sensación de que la película no tenía problema en mostrarse más “humana” entre tanta grandiosidad. La escena termina con un poético fundido con un campo en el que la vegetación se mueve al ritmo del viento. Esa fusión entre naturaleza y pasiones, dentro de una desatinada escena, me abrió un nuevo camino para reinterpretar La hija de Ryan.

La película resulta un análisis de cómo las pasiones afectan a las decisiones racionales de la protagonista, Rosy (la hija de Ryan). Rosy siempre ha vivido en un entorno rural al oeste de Irlanda, esperando casarse con el hombre adecuado. Cuando coincide con Charles, un maestro rural recién llegado de la capital, decide que es con él con quien quiere formar un hogar. Sin embargo, pronto llegará el descontento producido por una excesivamente apacible y rutinaria vida en compañía de su ya maduro marido. Así, Rosy se siente asfixiada ante la falta de estímulos en su matrimonio. No obstante, sus deseos se verán pronto satisfechos por un nuevo y controvertido personaje: un joven oficial inglés que viene para mantener a régimen las insurrecciones independentistas. Entre todo este juego de pasiones subyace de manera crucial el estilo romántico-paisajístico característico de Lean. Los personajes se muestran en una primera impresión gélidos e impasibles, como las tierras irlandesas que visionamos, pero a veces las pasiones y los instintos sexuales afloran de manera salvaje, como las olas que golpean los barrancos. El viento invisible agita la hierba, como los deseos subyacentes hacen actuar a los personajes. Este uso del paisaje como elemento activo de la historia que nos sirve para conocer las entrañas emocionales de los protagonistas puede incluso conectarnos con los trabajos de cineastas catalogados habitualmente como experimentales, tales como James Benning o Jon Jost.

He comentado anteriormente que este tipo de obras tardías se adaptan a las liberaciones temáticas de su tiempo de manera sobresaliente. En La hija de Ryan el sexo es un elemento clave que condiciona las decisiones de Rosy. La noche de bodas con su marido resulta un absoluto desastre insatisfactorio para la protagonista, sin embargo, en una maravillosa escena posterior, observamos como Rosy y su amante mantienen relaciones hasta que ella alcanza el orgasmo. Cabe destacar también en este aspecto el momento en el que la masa enfurecida ataca a Rosy por traidora, desvistiéndola casi por completo, proyectando de esa forma la frustración sexual colectiva en la que se ve sumida la pequeña población.

Resultan también llamativas las características que confeccionan a los personajes masculinos: por un lado, tenemos a un bonachón y paciente profesor (irreconocible Robert Mitchum) el cual piensa en la violencia como último recurso, y no duda en comprender y razonar las infidelidades de su esposa. Por otro, un joven y sensible amante herido, traumado por sus experiencias bélicas. La película está plenamente condicionada en su desarrollo por las decisiones de Rosy, que anhela algo más de lo que debe desear una mujer tradicional.

Pero, además, La hija de Ryan resulta una película tremendamente versátil que puede pasar de momentos íntimos, como el citado encuentro sexual entre Rosy y su amante; a escenas pseudo-documentales que inmortalizan la fuerza de la naturaleza y que podría firmar el propio Werner Herzog, e incluso dándose un pictórico momento onírico en el que vemos a Charles observar tras una enorme roca a su mujer y su amante paseando elegantemente por la playa. Y es que, a pesar de su gran duración, de algo más de tres horas y veinte minutos, La hija de Ryan se desarrolla en su totalidad en un espacio muy reducido y sobre una serie de pocos personajes. La película queda así como un extraño intento, poco habitual en la historia del cine, de fusionar las formas ambiciosas de las grandes producciones con el intimismo emocional de obras de corte más personal.


©Alfonso Cañadas, diciembre de 2023


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