Dos mundos en uno solo: reflexión sobre algunas películas de Alain Resnais. Por Alfonso Cañadas

 

Muriel (Muriel ou le temps d'un retour, 1963)

Si algo puedo reprochar personalmente al cine de Alain Resnais es que, en ocasiones, la complejidad narrativa de sus propuestas y/o el confuso tono de sus obras consiguen desplazarme mentalmente de cualquier mínima lógica narrativa, viéndome rodeado de un aparente sinsentido de imágenes y diálogos que, en ese momento, creo que no me conducen a ninguna parte. Esa fue mi experiencia visionando las caóticas Muriel (1963) y Mi tío de América (1980), ya que, aunque su riqueza visual y su nervioso ritmo me impidieron abandonarlas por completo, he de reconocer que el aburrimiento racional se apoderó de mí por momentos. Algo similar me ocurre con una de sus últimas obras, Las malas hierbas (2009), la cual admiro por su originalidad formal y narrativa a varios niveles, pero que me resulta excesivamente fría y distante. Siento con estas obras una extraña sensación de impotencia, y lejos de pensar que los efectos arriba descritos provienen de la ineficacia de las mismas, me llevan a concluir que las películas de Resnais juegan, trabajan y construyen a un ritmo muy superior al de la mente humana media. Así, concluyo éstas con la (quizás falsa) sensación de haber desperdiciado un visionado por falta de una súper-atención de la que carezco (y dudo que ostenten muchos seres).

Mi tío de América (Mon oncle d'Amérique, 1980)

Para Resnais, como para la mayoría de cineastas franceses modernos de los años 60, el cine parte de una base clásica sobre la que deconstruir, deformar o alterar elementos. Una película de Resnais te puede gustar o no gustar, pero difícilmente se puede catalogar como falta de originalidad. Las capas narrativas se superponen, los elementos visuales se reinventan, el tiempo se retuerce, y todo nos conduce hacia la misma pregunta: ¿Qué es una película? El tratado práctico principal sobre el que Resnais establece los principios de su cine es sin duda la maravillosamente compleja El año pasado en Marienbad (1961); pero no por ello pensemos en él como un cineasta de una única obra maestra, ya que a lo largo de su carrera el director francés redirecciona los objetivos de deconstrucción cinematográfica planteados en esta primeriza película para crear nuevas obras del mismo nivel de originalidad.

Te quiero, te quiero (Je t'aime, je t'aime, 1968)

De igual forma, lo caótico está presente también en Te quiero, te quiero (1968), pero en este caso partiendo de la concepción racional de que solo el propio protagonista tiene que ser consciente de la lógica de las acciones que realiza en sus diferentes viajes temporales, que llegan a no tener una aparente conexión. Uno se plantea, con bastante seguridad, si la finalidad de estos desórdenes narrativos no obedece a un intento por deconstruir el propio visionado del espectador. Así, como espectadores, olvidamos por momentos el agonizante esfuerzo que supone entender la continuidad deductiva de las obras y nos sumergimos en un mar de imágenes, sonidos, personajes y ritmos estimulantes. En otras ocasiones, uno puede intuir también la lógica emocional que dirige a los personajes pese a la deformación caricaturescas de sus conductas en películas como Mélo (1986), una obra mucho más dedicada a sumergirnos en las pasiones subyacentes de la burguesía cultural parisina que a narrarnos un romance realista al uso. Y, a veces también, Resnais es capaz de conjugar dos mundos en uno solo, como ocurre en su maravillosa El amor ha muerto (1984) y en la injustamente olvidada (y también excelente) Quiero volver a casa (1989).

Mélo (1986)

En ambas obras se combina un universo principal, dominado por los protagonistas, y otro secundario, que hace acto de presencia en pantalla (y en la mente de los personajes) de manera esporádica. Así, en El amor ha muerto ese escenario principal es el mundo de los vivos, mientras que la muerte (representada de manera omnipresente con esos planos poéticos oscuros con nieve cayendo) se presenta como el inevitable baúl donde acaba todo juguete viejo. En Quiero volver a casa, sin embargo, ese universo subyacente se encuentra dominado por personajes de cómic creados por su protagonista, que representan el síndrome del impostor y otra serie de inseguridades que sufren tanto él como su hija.

El amor ha muerto (L'Amour à mort, 1984)

Esta es la original forma con la que el director nos habla de un tema tan complejo como el trauma familiar en Quiero volver a casa: Joey Wellman es un dibujante de cómics underground cuyo personaje principal es un gato con sombrero (en lo que parece una clara alusión al dibujante Robert Crumb y su creación El gato Fritz). No obstante, su hija (Elsie) no quiere saber nada de sobre caricaturas, aunque uno de los personajes de su padre (una gata con vestido) le atormenta continuamente. Ella llega a París con la intención de realizar un trabajo académico sobre un famoso autor, Christian Gauthier. Este, sin embargo, la ignora completamente, y Elsie solo conseguirá llamar su atención cuando su padre venga como invitado a una exposición en la capital francesa y descubra que Gauthier es un gran admirador del dibujante. Como hacen las mejores comedias, Quiero volver a casa traza a través del humor ideas ricas y profundas: se trata de una historia sobre la incomunicación humana (y más concretamente entre padre e hija) y sobre la necesidad de validación. Hija y padre comparten el mismo mal, un enorme sentimiento de vacío debido a la minusvaloración de su trabajo, y no será hasta el final, cuando ambos hallen su lugar en el mundo, que esos personajes caricaturescos y burlones, nacidos de la frustración, desaparezcan para siempre.

Quiero volver a casa (I Want to Go Home, 1989)

©Alfonso Cañadas, enero de 2024

Comentarios