Más allá de la razón, pensamientos en torno a Fritz Lang. Por Alfonso Cañadas

 

Desde mis orígenes cinéfilos he sentido fascinación por la figura de Fritz Lang. Como la mayoría de aquellos que se adentran en la carrera del mítico cineasta austríaco, me preguntaba de qué forma ese misterioso hombre, de mirada afilada y monóculo, podía haber pasado de dirigir súper-producciones expresionistas a películas de género canónicas de manera tan natural y directa. He abandonado y retomado varias veces en mi vida esta pasión por sus películas, teniendo como punto álgido y clave el momento en el que, en uno de mis años como docente universitario, me solicitaron que eligiese dos películas sobre las que analizar el “estilo invisible” tan señalado en la narrativa clásica hollywoodiense. Las dos películas que seleccioné, por ser las primeras en llegar a mi mente como un rallo cuando recibí dicha petición, fueron La mujer del cuadro (1944) y Perversidad (1945). Esta fabulosa dupla, protagonizadas ambas por Edward G. Robinson, Joan Bennett y Dan Duryea, representan históricamente el punto álgido, y a la vez el comienzo del fin, de la meritoria carrera de Lang en Hollywood. Ambas plantean a un personaje soñador y con una baja auto-estima, que decide embarcarse en una serie de riesgos criminales para salvar a misteriosas damas que, supuestamente o no, viven bajo la influencia de una monstruosa figura masculina. Ambas también, fueron dos de las últimas producciones potentes (a nivel presupuestario) dirigidas por Lang antes de ser desterrado a la serie B debido al bajo rendimiento en taquilla de sus obras, especialmente de la muy olvidada (pero para nada olvidable) Secreto tras la puerta (1947).

El crítico cinematográfico Adrian Martin1 señala, no obstante, la etapa de Serie B americana de Fritz Lang como apasionante, haciendo especialmente referencia a La casa del río (1950), donde de acuerdo a su juicio el director austriaco rescata técnicas del cine mudo incentivado por la falta de recursos (materiales) de sus obras. No sé si mi apreciación llega tan lejos como la del fabuloso crítico australiano, y de hecho La casa del río no es una película por la que sienta una gran estima. Sin embargo, sí siento dicho entusiasmo por otra obra de esta misma etapa, la tétrica Más allá de la duda (1956), que supone el punto y final de la carrera de Lang en Estados Unidos, antes de volver a Alemania a realizar sus últimas películas experimentando con el color.

Más allá de la duda es una película que me gusta describir como famélica; narra la historia de un escritor empeñado en poner en tela de juicio el sistema legal estadounidense, fingiendo ser el protagonista de un crimen que supuestamente no ha cometido. Tal y como Lang habitúa a hacer en sus producciones americanas, en Más allá de la duda no hay espacio para el regodeo, cada plano y cada escena tienen un destino argumental, si parpadeas te pierdes una pista clave para entender el caso en cuestión. No obstante, en esta película dicha rentabilidad argumental se transfiere también a la puesta en escena. El director trabaja visualmente con una estética minimalista y consumida, sobre un plano blanco y negro, con movimientos de cámara certeros y racionales, como si hubiera obligado a la película a desnudarse antes de ser filmada. De alguna forma Lang, a finales de los años 50, está en el extremo contrario a los movimientos pre-modernistas que irán surgiendo en Europa (también en EEUU); ha convertido el lenguaje cinematográfico en una herramienta racional, llevándola al extremo, alejándola de la más mínima floritura. Quizás, la parte más discutida de Más allá de la duda sea su sorprendente final, un giro de guion tan inesperado como poco creíble. Recuerdo discutir sobre las películas americanas de Lang con mi doctor de historia del cine en la universidad. Él hacía continua referencia a la idea de que las películas de cine negro del director le resultaban “acartonadas, e incluso oníricas” dando la sensación de que el espectador se encuentra en un sueño. No cabe mucha duda de que esta característica es una herencia del cine silente de la que Lang nunca quiso, o pudo, desprenderse. Sorprende sin embargo que, cuando Más allá de la duda parece culminar como un perfecto ejercicio de ingeniería cinematográfica, este giro final nos transporte a la ingenuidad del cine mudo, a un cine donde las cosas eran reales solo por aparecer en una enorme pantalla.

Quiero por último rescatar una reflexión tan manida como cierta respecto a los personajes del cine de Fritz Lang. Cuantos más años pasó el director en Estados Unidos, tras huir del nazismo, menor presencia de bondad encontramos en ninguno de sus personajes. Uno puede compadecerse de un humillado Edward G. Robinson en Perversidad siempre y cuando no olvide que es el egoísmo el motor de sus conductas, la necesidad de reivindicarse como un hombre poderoso y galán lejos del papel que él mismo ha decidido cumplir en este mundo. Siguiendo esta vía, no existe una pizca de bondad en Más allá de la duda, y si la encontramos, mejor dudar de ella.


1El texto donde hace referencia a esta idea puede encontrarse en la web oficial de Martin, FILM CRITIC.

©Alfonso Cañadas, marzo de 2024

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