Tardes de la verdad, apuntes sobre Tardes de Soledad de Albert Serra. Por Alfonso Cañadas
He de reconocer mi sorpresa ante la última
obra del cineasta catalán Albert Serra, quién ha simplificado su estilo visual
basado en barridos panorámicos a través de teleobjetivos, ajustándolo además a
una actividad tan sorprendente como el toreo y que, por fin, ha salido
notablemente victorioso. Frente a aquellos que alaban cada obra del enfant
terrible gerundense como un monumento cinematográfico posmoderno, confieso personalmente que la carrera de Serra me ha parecido siempre irregular, falta de
gracia cuando poseía atrevimiento de sobra (Història
de la meva mort) y carente de
atrevimiento cuando parecía que el resto de elementos se armonizaban con cierta
gracia (La Mort de Louis XIV, Pacifiction…). Me permito así
afirmar que Tardes de soledad es la más sólida y consecuente película de
Albert Serra, pues su equilibrio entre gracia (entendiéndose como enjundia,
calado y transcendencia) y atrevimiento es, al fin, plenamente satisfactorio.
Me he criado relativamente cerca del mundo taurino: como peluquera, mi madre atendía a un rejoneador local cuando yo era niño. Recuerdo ir a su finca, ver los caballos y montar en ellos, a sus hermanos jugando con las vaquillas, y sobre todo el misticismo que rodeaba todo ese ambiente. Las manías, las postales de diferentes vírgenes, y la figura de Cristo sufriendo que decoraba las paredes. Un mundo anacrónico que me hacía creer que había viajado en el tiempo aquella tarde, y en el que Serra entra de lleno con su lente; una intimidad sagrada, un sistema que trata de ahuyentar el mal fario. Cada gesto, cada trago de agua, cada golpe en la puerta importa, ya que puede variar el destino, y tergiversar negativamente el enfrentamiento ante el bravo animal.
La lucha constante de un mundo tradicional que trata de adaptarse, pero solo periféricamente, a los nuevos tiempos queda perfectamente enmarcado en ese contraste de secuencias que nos muestran por un lado a la figura del toreo, Andrés Roca Rey, y a todo su equipo en una lujosa furgoneta; frente a otras en las que solo observamos el acto tradicional del toreo, con todas sus costumbres, con toda su jerga. Una jerga que de por sí crea un diccionario propio, donde los términos de valoración de la corrida se vuelven ambiguos y flexibles, las palabras funcionan más a través de su sonoridad que de su contenido reglado. Uno torea con la verdad, ¿Qué verdad? Esa no es una pregunta consecuente en dicha circunstancia de emoción y festejo.
Los débiles
hilos de la verdad parecen depender de los pequeños ritos diarios. Llega el
momento de enfrentar al toro, y el acto se convierte en un festín de
tonalidades vivas: el rojo de la sangre, el amarillo de la arena y el negro de
un animal herido, que inconsciente de su destino cornea en la medida en la que
las fuerzas aún le dejan. Fuera de toda concesión moralista, la última película de
Albert Serra documenta con pasión, pero sin ánimo de protagonismo (algo en lo
que ha mejorado el cineasta), un mundo inimitable.
©Alfonso Cañadas, marzo de 2025
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