Ideas centrales entorno a la carrera de Pasolini. Por Alfonso Cañadas
Este texto nace de la entera necesidad por escribir en una etapa de mi vida en que la inspiración y la creatividad brillan por su ausencia. Lo cierto es que seguir consumiendo buen cine en un momento de abatimiento mental, donde todo alrededor parece desmoronarse por momentos, supone un reto mayor del que de por sí ya es exponerse a obras complejas, de las que se supone se pueden extraer reflexiones brillantes. No obstante, como para muchos de nosotros el cine es refugio, uno sigue visionando a duras penas, con la cabeza ladeada en la almohada, la sucesión de imágenes a la espera de que vuelvan a iluminarle interiormente, como en algún momento del pasado hicieron. Por alguna razón, todavía desconocida para mí mismo, he decidido visionar en esta etapa aquellas películas de Pier Polo Pasolini que me quedaban pendientes.
Quizás quien lea esto puede incluirse dentro del grupo de admiradores locos por la figura de Pasolini. Su atractivo, sus ideas tomadas como radicales y su supuesta defensa de los valores progresistas lo han elevado como una figura de culto y admiración. Por lo que a mí respecta, nada de esto me interesa especialmente más allá del reflejo que pueda tener en su obra cinematográfica. En muchas ocasiones, según mi experiencia, es prioritario admirar la carrera del cineasta, para posteriormente admirar y entender su desarrollo como ser humano. Si admiramos especialmente al ser humano y luego vemos su obra, es probable que pese a que contemos con esa fuente de información biográfica adicional (tan necesaria en la meditación y el disfrute fílmico), también dicha admiración nos juegue una mala pasada, viendo en las imágenes las respuestas a nuestras fantasías, y exacerbando el valor de las mismas.
Dicho esto, sí que profeso gran respeto por el cine de Pasolini, pero no tanto por el reflejo de sus ideas y principios, sino (en primer lugar) por la increíble sensación de realismo que me transmiten sus películas, pese a tratarse de recreaciones históricas (o mitológicas) en la mayoría de ocasiones. No es un dato menor que mi película favorita dentro de su filmografía sea Edipo, el hijo de la fortuna (1967), donde Pasolini despliega al máximo su estilo de ficción documentada; la cámara se vuelve un elemento dedicado a perseguir, durante largas tomas, a los personajes realizando sus acciones, usando movimientos laterales o zooms que imitan de alguna forma la atención visual humana en primera persona. Todo ello acompañado por una caracterización estética de estos que se desenvuelve dentro de un realismo un tanto naif, que combinado con las ruinas que decoran los paisajes, transmiten la sensación de estar ante una historia narrada por la voz de un cuenta cuentos. Nos posiciona como en elemento observador y móvil, pero dentro de un mundo mitológico con detalles oníricos. En la misma línea creo que sale bien parada la mejor obra de su Trilogía de la Vida, Las mil y una noches (1974), donde lleva al extremo la recreación histórica naif en una historia protagonizada por los juegos sexuales de adolescentes. A diferencia de Los Cuentos de Canterbury (1972) y especialmente de El Decamerón (1971), Las mil y una noches nos sumerge en un ambiente totalmente exótico para nuestros ojos occidentales, pero no solo eso, sino que de las tres, es la más dedicada a analizar el cuerpo humano en relación con el espacio y la sexualidad.
De hecho, visionando gran parte de su carrera, uno siente al director como un apasionado por el cuerpo humano moviéndose en la naturaleza abierta, como en el final de Teorema (1968) donde el padre de familia desfila desnudo entre las dunas y grita desesperado a cámara. Todo ello, claro, envuelto muy posiblemente sobre la idea del limbo existencial, donde no hay dirección moral correcta, y que en el caso de la familia burguesa protagonista de Teorema esto supone un enorme castigo frente a su rígida educación cristiana, que durante toda la película se ve puesta a prueba por el personaje interpretado por Terence Stamp. De esta forma, podemos identificar como idea habitual en la obra de Pasolini que el deseo es la fuente principal de conflicto ante la moralidad tradicional. El deseo sexual como perversión que retuerce los valores morales, algo que podemos observar con claridad en el cambio de conducta que Bruna produce sobre el inocente e influenciable Héctor en Mamma Roma (1962). Sin duda, la idea del deseo como elemento putrefacto es llevada al extremo (¡y de qué forma tan magistral!) en la terrorífica Saló, o los 120 días de Sodoma (1975), donde el anarquismo moral de los cuatro protagonistas los lleva a experimentar sus más oscuros deseos sexuales con un grupo de jóvenes secuestrados, todo ello durante los tiempos del estado fascista italiano. Si bien no hay que olvidarse del contexto histórico (o mitológico) en el que Pasolini ambienta cada película, destaca por encima de ello su continuo intento por analizar el deseo como fuente de placer y sufrimiento a la vez, y qué papel juega la moral en todo ello, independientemente del escenario.
Cabe dar mención aparte a El evangelio según San Mateo, quizás la película de la que más orgulloso puede llegar a estar un cineasta religioso. Si bien comparte similitudes formales con el posterior trabajo de su compatriota Roberto Rosselini, El Mesías (1975), la capacidad de transmitir la historia de Jesús de Nazaret con el estilo histórico-realista mencionado, y que Pasolini desarrolló durante toda su carrera, resulta única en la historia del cine. Siempre se han utilizado las más espectaculares artimañas cinematográficas para representar a una figura que, en teoría, obra milagros desde la terrenalidad. Pasolini muestra esos milagros como elementos más del día a día de Jesús, y consigue que su gracia divina se vea cercana y humana.
©Alfonso Cañadas, agosto de 2025
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