Reconfigurar/Destruir, reflexiones sobre el cine de Godard a partir de los años 80. Por Alfonso Cañadas
Tengo una obsesión con Sauve qui peut (la vie) (1980). Pero no es una obsesión basada en el disfrute; diría de hecho que tal fijación se sostiene sobre un dilema irresoluble, jugoso e infinito en mi mente. Es más, todas las películas posteriores de Godard se suman a este dilema interior. Sí, lo sé, cada obra individualmente puede tener un propósito diferente, pero no se puede negar que, a partir de la mencionada película, todos sus trabajos forman un conjunto homogéneo que se sostiene sobre fuertes puntos en común (estéticos y conceptuales). La primera vez que me paré a visionar ésta, y el resto de obras de esta etapa, me embargó una impresionante sensación de desconcierto, que me llevaba a la pregunta: ¿Qué intención subyace sobre todo este conjunto de imágenes y sonidos? Este breve texto tiene la intención de llegar a una conclusión que allane el camino a otros que se hacen la misma pregunta que yo.
Los negacionistas godarianos podrán argumentar que dicha etapa trata de un conjunto de inventivas sin ton ni son, que no conducen a otro camino que al de una extrema pretensión vacua. Los godarianos, en el lado opuesto, catalogarán estas obras como piezas de artesanía intelectual en que cada palabra y plano debe ser analizado durante una hora de meditación. Y yo les tengo piedad, porque hace tiempo que llegué a la conclusión de que analizar al Godard maduro sobre dichas visiones supone una simplificación extrema de un ejercicio cinematográfico increíblemente complejo. No afirmo con ello que tales películas sean todas de mi agrado, hay un poco de todo dentro de la caótica etapa final del cineasta francés, ahora bien, como planteamientos meta-cinematográficos este conjunto resulta intelectualmente incansable. A su vez son también ejercicios de azar, de prueba, de agotamiento del espectador, no carentes de humor, y que no creo que su finalidad sea ser analizados segundo por segundo con lupa.
Pero volvamos a Sauve qui peut (la vie), a la que el propio Godard llamó su “segunda primera película”. Aunque uno elija contradecir dicha afirmación del propio director y trace una línea continua entre esta obra y sus anteriores, no podemos negar que, si nos fijamos bien, las habituales “rarezas” del cine de Godard están enfocadas de una manera evidentemente distinta en este caso. El Gordard vitalista de sus primeros años, que trata la cámara como un elemento rebelde dedicado a contradecir las reglas formales hollywoodienses, queda fuera de juego. También se aleja esta etapa de aquel momento, en los años 70, en que todos los recursos cinematográficos iban dirigidos a la proyección de un mensaje político. Y es que es difícil saber de qué trata Sauve qui peut (la vie), tanto que posiblemente no trate de nada, porque la película “es” antes que “trata”. ES un alegato contra el individualismo, moral y sistemático, de una sociedad de consumo disparatada. ES una reivindicación vital, que trata de detenerse sobre los momentos de humanidad pura, de emocionalidad extrema (besos, violencia física…) a través no del diálogo, ni de una historia que conduzca a ninguna moraleja, sino mediante la fragmentación y ralentización de esos momentos para transmitir la sensación al espectador de que en dichas situaciones el tiempo “pesa” más (no se pueden capitalizar los momentos puros de vida). Fuerza de una manera descarada la mirada y atención del espectador, jugando con el tiempo y la forma de la propia imagen.
Todo ello es parte de un claro plan de Godard para desarticular las raíces del cine clásico presentes en toda obra, aquellas que damos siempre por hecho cuando vemos una película con argumento y protagonistas. De esta forma también, los personajes son maniquís sin desarrollo, inocentes en un mundo confuso, y son las circunstancias y no sus propias acciones las que dirigen su existencia. Incluso las relaciones entre los mismos se basan únicamente en estructuras de poder establecidas por jerarquías sociales (jefe, empleado, cliente, prostituta…). Este planteamiento refuerza que el mensaje de la obra tenga sentido si se pone atención sobre las relaciones establecidas, más que sobre la construcción y evolución de los personajes individualmente (algo que vuelve a contradecir los principios cinematográficos más básicos).
Otro tema es la elección de los espacios. Godard selecciona deliberadamente en esta etapa de su carrera lugares de paso (lo vemos claramente, también, en Prénom Carmen de 1983) para que se desarrollen sus escenas. Gasolineras, hoteles, áreas de descanso, carreteras. En este caso, contradiciendo al Godard de los 60, no trata de reconfigurar la forma en que se usan los recursos cinematográficos (un primer plano, un plano secuencia, un plano-contraplano), sino más bien los propios elementos que componen un relato. Los lugares de paso son ahora los lugares de referencia donde ocurren los actos, ¿por qué no lo serían? ¿Acaso no ocurren momentos vitales clave en dichos espacios? Godard insiste en aquellos pequeños espacios que el cine se ha negado a cubrir. Espacios además todos ellos que resultan universales, escenario perfecto para representar las relaciones entre diferentes clases sociales.
Pero quizás la distinción más evidente de esta etapa con las anteriores del cineasta francés sea (especialmente en Sauve qui peut) la desaparición de las citas directas a filósofos, literatos y pensadores en general. Otra prueba más de que el cine de Godard a partir de los años 80 disipa la barrera entre representar y SER. La película no transmite a través del dialogo literal un discurso sobre la diferencia de clases, el individualismo y las luchas proletarias (recurso que sí sirvió a Godard en el pasado), en Sauve qui peut (la vie) estos temas están reflejados en las decisiones que se han tomado sobre los elementos que componen la película (espacios, rol del personaje…), y no (repetimos) sobre sus recursos cinematográficos. ¿Cómo sería una cita de Marx si fuera una imagen? Pasamos de representar a “transformar la imagen en”. A su vez, la película se encuentra “separada” en capítulos de título ambiguo que no parecen seguir un orden racional; y es que ¿quién decidió que la racionalidad debía ser el viento de las velas del cine?, otra idea preconcebida sobre toda obra figurativa y que no sea descaradamente experimental.
Así que este cinéfilo plantea la teoría (porque un argumento contundente resulta imposible para una obra de una naturaleza tan ambigua como inagotable) que la intención final de Godard en esta citada etapa es la de destruir las raíces de lo que damos por hecho en una película, y no tanto la manera en que las cosas se representan (algo que quedó en los años 60). Todo por supuesto con una finalidad política que ya no es literal (como en los 70) sino evidente en su forma. Es la forma lo que despertará al espectador del sueño de la alienación. Es cambiar las notas que nadie se atrevió a cambiar, es destruir el cine para reconfigurarlo, y jugar con otras reglas nuevas.
©Alfonso Cañadas, agosto de 2025
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